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Espasmos cotidianos

TEXTOS ARBITRARIOS

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A veces, quisiera ser ave. Dedicarme a ir de allá para acá. Estar la mayor parte del tiempo ahí arriba, con fuertes bocanadas de aire, de perspectiva; disfrutar de lo diminuto que es todo. Y cuando no, no tener miedo de la inmensidad y flotar sobre ella. Saber, sin saberlo, cuando es tiempo de migrar.

Pero, sobretodo, no dejar que la gravedad siempre empuje hacia abajo.

Siempre termino tratando de descifrar líneas, planos, y eventualmente, límites de todo lo que construimos y de pronto se vuelve verdad. Mirar y estar —a veces, aparentemente ausente sólo para entender— es para mí absorber. En ese largo sorbo de partículas invisibles trato de desafiar las divisiones de un tajante “aquí” y un posible “allá”. Tanto los llevo conmigo que es imposible no resignificarlos a cada momento. Tal vez, de ahí nace y renace esta eterna nostalgia. Casi como el eterno retorno de Nietzsche, pero más poético como Rimbaud:

Elle est retrouvée.
Quoi? — L’Éternité.
C’est la mer allée
Avec le soleil.

Me encanta viajar a través de estos infinitos puentes de tiempo y espacio. Se ha vuelto tan relativo habitarlos. Voy y vengo de diversas maneras y ésta es mi parte favorita: los viajes, mi cámara y las historias que imagino.

Planeta 2.0.

Notas preliminares.

Espero estar lejos de los 2000.

A veces se despojan un sin fin de singularidades de aquí, piedras enraizadas, devotas a su tierra. Cuesta comprender que en cierto periodo de tiempo —tiempo aludido a la gravitación de este planeta: tiempo-relatividad—, toda semilla deja de estar, pero sí es. Deja de estar no por su finitud, sino por su capacidad cíclica. Precisamente es en este arbitrario y esporádico encuentro/ desencuentro, donde surgen divisiones cuánticas, mágicas para mi forma de romantizar las ideas. Dejar de estar, no es dejar de ser, y yo… ando buscando por ahí;

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Me atraen los reflejos, como si hubiera siempre algo que descifrar, como si hubiera que interpretar algo. En un principio, la imagen parece ajena. Pero la realidad sólo está dividida por la aparente ligereza de la luz. Me fue imposible tratar de entender el mundo sin regresar, continuamente, a ver ese reflejo.  Ahí está todo. Ahí está mi memoria y la de ellas.

Cómo no pude percatarme de los sonidos extraños que mi casa empezaba a hacer. De cómo el agua hacia un esfuerzo monstruoso por fluir. De la plantas que marchitaban y no florecían por más que me esforzaba en cuidarlas. Cómo pude hacer caso omiso de las grietas que cada vez se extendían más y más. De las rayas gruesas e insistentes que se presentaban de una día a otro sobre un piso que nunca se terminó de acoplar a sus habitantes y sus pertenecías. Un acto disruptivo, tan frágil y delicado para recordarme que lo que no se dice se va hundiendo. Las hendiduras se  profundizan y se extienden, y un día deja de ser posible respirar. No me di cuenta que el aire era nulo y su amor poco. 

Desde hace mucho te invoco. Te hablo a través de ecos. Quiero que escuches y me acompañes. No sé dónde termina, pero llevo contando mucho desde mi primer inhalación. Cuento días, sílabas, nubes, pasos; todo concluye en números indescifrables y, entonces, inservibles. Me botan en la orilla de un volcán al que no quiero entrar.

Te siento, pero creo que siempre llego a tu última palabra. Me quedo con un rompecabezas lleno de ideas mías y posibles voces tuyas.  Quiero aprender a leerte, saber estar lista para escucharte, entender códigos en los que colapsas y te incorporas. Siendo honesta, a menudo necesito fuerzas. Y siendo egoísta, quisiera que estuvieras aquí.

-A mi abuelito Juve-

The object not as a purpose, but as a meaning.

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En mi último viaje al centro de la ciudad, planté un árbol imaginario. Sentí que hacía falta. Encuadré y deseé. Lo que probablemente se había convertido en un rollo memorable lleno de imágenes de naturaleza, se convirtió en una posible reconstrucción de la ciudad. No recuerdo ni el bosque, ni el árbol. Sólo recuerdo desear que apareciera, alguno enterrado dentro del carrete, en el caos de la mañana citadina. El resultado fue una yuxtaposición, lo que siempre sucede en las mentes volubles, como la mía. La realidad se convirtió en coincidencia y posibilidad, una especie de potencia tiempo-acción —no sabes cuándo, ni qué pasará, pero pasa—. Esta vez, sucedió justo en el cruce, entre el peatón y la avenida; cuando el sol estaba a veinticinco grados del horizonte. Por un momento, la idea, la imagen, la presencia, la silueta del árbol, apareció ahí. La realidad se transformó por unos segundos, mientras yo imaginaba y deseaba, y mientras el obturador de la cámara abría y cerraba. Esta fortuita y esporádica ensoñación ha desencadenado nuevas inquietudes que rondan mi cabeza cada vez que camino por la ciudad: ¿cómo encuentro una manera de caminar más despacio, con un aire menos pesado; y con suerte, sin frenos, ni reversas?

Tardes de verano '22.


Estas lluvias te obligan a respirar diferente. Espero salir menos asfixiada de esta ola de calores volátiles y encontrar una salida a esta bola de sentimientos atravesados.


Me sirve a veces escribir un poco. Mis cartas epistolares, perdidas por ahí, comienzan a desencadenarse en imágenes y a encontrar fortuitamente respuestas. ¿Será que ahora empiezo a reconocer más contrastes?

Ruta 42. Me duele la cabeza. Pienso en qué escribir, no se me ocurre nada. 

Voy en un camión lleno de mujeres, me siento segura, pero no estoy segura que lo estoy. En la siguiente parada, todo se repite, todo vuelve a su orden.

Hay una niña a lado de mí, que se arrulla con el cielo. Quisiera dormir como ella.

​Cómo escuchar una plática de adultos

Cuando quieras escuchar una plática de adultos, finge que estás distraída, que estás jugando con el popote de tu jugo, que los cubiertos y su ruido son más divertidos que las palabras que piensan que no puedes entender.

Finge que estás en la mesa sola y que nadie más existe. Mientras no los veas fijamente, no se van a dar cuenta. Seguramente, te voltearán a ver de reojo y tú, tus manos inquietas y tu mirada baja pretenderán que no saben nada. 

Pero lo sabes todo.

Escuchas todo.

​Sólo ten cuidado que esas palabras no lleguen tanto a ti, que no encuentren un lugar en tu cabeza, que no se asienten en tus horas de ensueño. 

Carta hipotética a un amor esporádico

Te busco en el mismo lugar, en imágenes sueltas que deambulan entre el sol y las sombras.

Yo sé que te busco en lugares que son más míos que tuyos, como si quisiera que me buscaras y que, por supuesto, me encontraras.

Veo cada rincón, siento tu palma sobre la mía, aferrándose en la calle, los peatones, el césped, las rocas.

Tú y yo sentados uno al lado del otro, con una infinita inquietud de tocarnos, de cerrar los ojos. 

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Volver a contenerse en espacios vacíos. Un lugar devoto a la incertidumbre. Cuartos atemporales llenos de silencio. Puertas intermediarias donde se resuelven dudas. Regreso a la misma pared para volver a imaginar que puedo imaginar todo.

Un ejercicio de memoria, no de recuerdos, pero de ideas. Recuerdos de ideas, ideas de recuerdos.

Algún pensamiento creció no lejos de aquí.

Entre esquinas excavo,

deambulo a través de circuitos.

Me mantengo en orillas.

Respiro un poco y

me acerco a pozos hondos a mirar,

a mirarme.

Camino  y tropiezo con olas gigantes,

me siento y vuelvo a respirar

para vislumbrar

sueños inconcusos.

 

Espero estar cerca.

Siento mucho,

pero me muevo poco.

Respirar no es una acción automática. Hoy hay que sentirla,

meditarla,

para saberse.

Hace tiempo sé que no sé;

mi estancia se ha convertido en un estado fluctuante. 

No hay por qué negar cómo vibra todo. Tiemblo entre esquinas,

a través de circuitos,

en orillas.

Hubo algo y ya no está. Trato de buscar en líneas estrechas o grietas porosas. Me hace pensar en imágenes colapsadas, de un desierto sin textos, ni espejos. Y claro, pienso en Marco Polo de Calvino y sus ciudades; porque aunque no recuerdo palabras, sí recuerdo sentimientos. Hilo relatos con ladrillos, arena y un poco de azufre, y, últimamente, con una ligera brisa que desconozco. Percibo algo, pero no lo veo. Podría pararme a preguntar, pero eso implica regresar a cartas no enviadas de un viajero ensimismado en sus sueños y, honestamente, no sé si las encuentre. Me queda, como siempre, avanzar, a ritmos espaciados, un tanto bruscos y caóticos. Con paciencia, volver a identificar; que la extremidad de alguna rama o delicadeza de una hoja llame mi atención y pueda, a través de ecos desviados y sombras deformes, descifrar dimensiones que sé que se esconden en mi memoria, en mis percepciones o en mi imaginario. Da lo mismo; todos, cuando quieren, me llevan al mismo abismo. Tal vez, mañana o pasado, encuentre otra pista y, con suerte, pueda recuperar postales pérdidas del lugar que estoy buscando.

Yo no sé cuántas veces se regresa al mismo lugar. Ni cuántas veces uno pisa la misma tierra, o si aquella piedra rodó para acercarse y no para alejarse. Ojalá supiera distinguir entre el miedo y el olor a nuevo. Quizá, siempre se acompañan, y eso es algo que tengo que escribir en las próximas notas.

 

 

Ahora que me he dedicado a ver a través de cuadrículas, en un campo limitado de esquinas rectas, siento el sol más cerca. Su calor penetrante abruma, y aunque he visto marchitar mis plantas, mi garganta se aferra al agua. Y si no mal recuerdo, el agua nunca es la misma. Y si ha fluido dentro de mí, seguro yo he estado cambiando.

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Carta a Graciela Iturbide que probablemente nunca llegó:

Me gusta mucho pensar hacia atrás. Siempre encuentro presencias que explican ausencias, y viceversa. Me gusta pensar que busco algo y que mientras camino lo voy a encontrar. Me gusta imaginar y creer que hay fuerzas —que no veo, pero siento— y que, continuamente, me empujan a entender, sentir y crear. Me gusta saber que hubo algo antes y que es parte del porqué estoy aquí, ahora. Sin duda, en la imagen y sus formas se fugan todas esas dimensiones, que penetran en nosotros y en nuestros sentidos de maneras distintas. Espero reencontrarnos pronto y, con suerte, compartir historias de esas coincidencias efímeras que pasan enfrente de nuestros ojos.

 

A esta casa siempre le han gustado las ausencias. No como destino aterrador. Más bien como amuleto. Como algo que una porta y la acompaña. Un umbral donde una puede perderse buscando con la fuerte voluntad de encontrar. 

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¿Cuántas veces regresamos al mismo lugar? Quizá nunca, quizá nunca es un retorno a la inversa, él toma el mismo camino como un río que no olvida su flujo, que se apega a su corriente, sin pensarlo, como una fuerza extraña, irrevocable, se mantiene en movimiento, en círculo, viene y va, regresa y se aleja, un método para no olvidar cómo contar días, horas, pasos, coches, todo lo que se cruza en el camino no sólo son números, también historias; y así empieza una nueva, una que se construye en el final, en el borde del nunca, cerca del retorno, donde los ojos ya no miran, sienten, se dispersan y contraen,  encuentran su flujo, se convierten en agua, en corriente, y vuelven a empezar.

Ahora que vuelvo a ceder ante puntos de encuentro, como en mis juegos de niña, regreso a construir con pedazos de todo. Desde entonces lidio a menudo con saltos de tiempo— quizá una connotación que se diversifica en mi lenguaje y mis maneras de dimensionarme(nos)—. Antes enrabiada con mi distancia con lo presente y tangible. Dispersa y vigilante. Cada vez me importa menos. Presiento, siento que voy encontrando espacio y forma para esas ausencias.

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Me tomó días volver a encontrar palabras. Todas sueltas y apachurradas.

Ya venía conteniéndose. En repetidas ocasiones estaba cansado de escuchar cómo la nostalgia me sostiene.

 

Sentados con demasiada hambre todo empezó a salir.

 

Primero comenzó acercándome una hoja de papel: “Qué sientes ahora”. Escribí un poema, pensando en ellas, esas mujeres que me han dado tanto, hasta sus propios duelos.

 

Arrancó mi hoja, para decirme que dejará de escribirles. Que escribiera sobre mí. ¿Cómo hay un yo sin ellas? Estas palabras, esta sensibilidad surgió a su lado. Soy un cúmulo de todas, incluyéndome, por supuesto. Estoy ciclando entre mis yos. En ellas estoy yo también.

Cuando sentí que el avión aceleraba su despegue, sentí una pesadez terrible sobre mi cuerpo. Como si ambos lucháramos con fuerzas contrarias. Este aparato monstruoso precipitado por huir y yo con una fuerte convicción de permanecer quieta. En medio de la nada. Sólo aquí, donde sea que fuera eso. Por supuesto esta nave sabía que el peso de mi cuerpo jamás iba a ser suficiente para evitar tal ascensión, aunque toda mi voluntad estuviera a favor.

 

Escogimos el asiento hacia la salida de emergencia, tal vez como un placebo hacia mi propia huida, una puerta trasera. El último intento. Terminé por calmar mis impulsos, aunque mis certezas se mantenían a flote al igual que toda la tripulación. Suspendida, atravesada por bolsas de agua a punto de explotar. Diásporas mocosas y difusas. Y con esa incertidumbre, la inquietud de no querer volver. De no aprender a vivir en el mismo sitio. Me tumba volver a fusionarme. Quiero quedarme en otro idioma, entender cuando me dé la gana y otras buscar  maneras de comunicarme más allá del lenguaje. Jugar al juego de la abuela: cuando quiero escucho y cuando no, no. Un pacto en común entre los que van perdiendo la escucha y los que crecen en otras tierras delimitadas, además de por costumbres, comidas y horarios, por maneras de entender el mundo y nombrarlo.

 

El “cuándo” rebota en mi cabeza. Aquí arriba, ya no me basta anunciar el pretérito, imagino nuevas montañas. El “volver” me sugiere entradas hacia lo no aparente. ¿Cuándo regresaré? No exactamente al mismo plano, probablemente a otro. Pero en definitiva a uno que vuelva a sacarme de mí. Quedarse continuamente a un paso de dialogar con el principio y el final.

 

Siempre me ha invadido el viaje, el empezar sintiendo diferente. El empezar, sobretodo. Mirar desde otras alturas, desde otros límites, a ver sólo los detalles. Tremendas cosas que interiorizo y quisiera, como souvenir, llevarlo a casa. A un realidad inmediata y tangible. Portarlo como llavero a donde sea que vaya. Un amuleto de la suerte ante la automatización.

 

Pero toca dejárselo a mi memoria y repasarlo para no olvidarlo. Confieso: cedérselo me da miedo. Porque la cotidianidad suele apachurrar. Suele ser lenta y pasiva. Me desconcentro porque me cacho plasmada viendo hacia el mismo lado. Viendo una pared llena de sombras. Irreales.

 

Me miento. Me desmorono. Pobre insensible. Las realidades que uno se inventa a veces son peligrosas.

 

La repetición es una arma de doble filo.

 

Del otro lado, forzosamente hay que girar el cuerpo, la mirada, la cabeza. Aprender a mirar hacia otros lados. Te encuentras impulsado por lo desconocido, por crear nuevas ideas del mundo, de un yo flotado y fluido.

 

Aquí estoy. Aterrada de no repetir. De, esta vez, sí, esta vez, tratar de exteriorizar, extraer, exorcizar, excavar, extrañar. Vagar fuera de mí, como extranjera. No saber nada y querer saberlo todo: querer saber, saber querer, volver a querer.

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Hojuelas partidas,

enterradas.

Debajo de la sombra.

El sonido desprende

tormenta,

ruptura.

Abajo lleno de hierbas,

abrumadas.

desveladas.

La tierra resvala

seca,

reprimida,

contenida.

Hacia la planicie desviada

enfrento tu mirada

irritada.

Oscilo entre

avenidas

atravesadas

de transiciones

colapsadas.

Exploraciones corporales: 26/05/22

Siento una especie de nudo en el estómago, cerca del ombligo, debajo de él. Siento mis manos frágiles, cansadas, agotadas, como si les costara trabajo sostener algo. Como si hubiera un ligero hormigueo en los dedos, y a pesar de pedirme aferrarse a algo, sé que el peso entre las hendiduras de mis manos colapsaría en seguida. La estructura que sostienen mis muñecas son la parte más débil de mi cuerpo ahora. Mis muslos y mis rodillas de pronto titubean al caminar. Mi garganta siente una especie de zigzag: temblorosa, un vaivén de dudas, pensar en pronunciar algo ya es mucho para ella y su repentina resequedad.

 

Mi cuerpo punzante se reduce a mi estómago y mis manos. Es lo que continúa ardiendo, fluye de emociones. Detenerlo es hacer un esfuerzo inútil y absurdo. Detener es contener; termina pesando y cansando más.

 

Mi respiración actúa como si hubiese llorado, y a pesar de mis nulas ganas de querer hacerlo,  hay algo que presiona mi pecho. Mi cuerpo me advierte, me prepara: algo está a punto de pasar. Esperar a que pase es esperar a que una ola agitada vuelva a calmarse, todo es lento y violento. Estar dentro de ella es agotador, desesperante, y aún afuera, volver a respirar duele. La adrenalina es excesiva y, finalmente, el corazón es la única parte del cuerpo que le toca asimilarlo.

 

Pienso en el último acto de valor: mirar hacia atrás. Es, tal vez, en ese reojo cuando se hacen las paces. Caminar hacia la orilla mientras mis pies se hunden en la arena, sintetiza el revoltijo. Ya la espuma de las olas es producto de la calma, y no del caos. Estar afuera es recuperar cierta dicha. La belleza del mar se despliega ante mí y no hay nada más que agradecer.

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