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Llega la tarde a la misma hora, y el televisor empieza un discurso chillante. Para María es reconfortante ver a través de la ventana en cuanto el sonido del televisor empieza. Los ruidos del cuarto continuo son tan asfixiantes que se vuelve necesario acercarse al borde a escuchar los sonidos de una calle que respira y cuenta diferente. El pavimento gris se baña de imágenes más vivas que un cuadro lleno de luces que lastima los ojos. María se pierde entre historias que vienen y van de transeúntes y coches yendo en direcciones opuestas. 

Con la ventana abierta, respira hondo sobre un viento que señala una tormenta. Tras un par de idas y vueltas con la mirada, y suspiros atiborrados de pausas escalonadas, el timbre suena desesperadamente. Su alarmante sonido es tan sólo un eco escabullido ante su único interés: los tímidos choques entre aires desviados y los cuerpos andantes de la avenida. María continúa, casi como meditando, viendo hacia afuera y respirando tan profundo como si el viento se estuviera llevando cúmulos de oxígeno vitales para su bienestar. En instantes, el timbre escandaloso es acompañado por golpe tras golpe sobre la puerta; pero por primera vez, desde que aquella casa comenzó a murmurar, María no espera a nadie. Se contiene en un mar de pensamientos y un viento que aún no es capaz de encapsular. 

 

A lo lejos, sobre la calle de doble sentido, pasa una caravana de tres coches rojos. El color es casi idéntico, la forma no. María reconoce entre ellos, el parecido con el coche que vivió mucho tiempo fuera de su edificio, y que si no mal recuerda, también se parecía al coche de unas fotos que hace mucho tiempo no ve. Mientras el coche avanza despacio entre los demás, María imagina aquellos gestos expresivos, alguna vez cercanos, perdidos en la banqueta y posiblemente enterrados debajo de la cama. El timbre ha cesado, o tal vez, María lo ha olvidado. Ante sus construcciones, comienza a idear posibilidades de encuentro entre esta parte de la ventana esquinada y la otra que se funde en el horizonte. Imaginar se ha vuelto recordar.

Evitando con peculiar astucia mirar, se concentra en respirar y, poco a poco, todo comienza a comprimirse. Sólo es capaz de escuchar atisbos de un par de coches pasando y pájaros que repiten su canto como si sus oídos se hubiesen inflamado. La casa comienza a atravesar un silencio desbordante por un televisor muerto y una calle casi desierta. La angustia crece en ella por la firme sensación de que todo va perdiendo vida. Entre el ventanal de ruidos y silencios, todo se confunde.

 

Antes de dejar huir el último destello, se aleja de la ventana para acercarse a la orilla del cuarto, como si éste ahora fuera capaz de reavivar algún sonido o vibración. En esa delgada línea que divide sus dos mundos, pide un deseo, aquel que cambia el orden, pero no el significado. El espacio envuelto en total oscuridad es solamente alumbrado por las luces de un televisor melancólico que penetra en la cara que le cuesta trabajo reconocer. Aquella familiaridad la tranquiliza, aún vestida de un  delicado orden vicioso e indiferente. Una mujer joven y marchita, sentada en la cama y cubierta de sábanas, se vislumbra en ese parpadear y andar robótico. María se acerca al cuerpo inmóvil con extrema ligereza para tratar de entablar una conversación sin voces y ecos falsos provenientes de aquella bocina insistente y distante que no la deja respirar. Pero sabe que la armonía espacial que tanto detesta es el único código andante entre la luz y la sombra. De ese otro lado, ninguna extremidad reacciona desde hace meses. No se inmuta ante su presencia, como si su presencia fuera un aire sin fuerza. Basta sentir cómo esa mirada escondida entre ráfagas dispersas pasa sobre ella. Hace días que María sabe que su único lenguaje son sus objetos, y que probablemente, su único intercambio, es lo que ellos dicen sobre ellas. 

 

Con la extrema pesadez de una casa que se no cesa de achicarse en un cuarto oscuro, sin encuentros, ni miradas, María toma una foto para no sólo contar los días, también para entenderlos. Antes de salir del cuarto, con la extraña seguridad de haber olvidado algo, María voltea a ver a su madre perdida en el cuadro lleno de colores intensos, pero nada vivos: "Hoy nadie tocó la puerta". 

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